En el lenguaje vulgar la palabra “déficit” se emplea como sinónimo de “falta de” o escasez: se habla de déficit de guarderías, de déficit de ideas del Gobierno... hasta, en el ámbito futbolístico se llega a oír que tal o cuál equipo tienen déficit de goles, de canteranos o de medias puntas. Por supuesto, el término déficit así empleado siempre tiene una connotación peyorativa: nadie dice que ha tenido déficit de catarros si ha pasado el invierno en un estado saludable.
En el lenguaje científico (no sólo económico), sin embargo, la palabra déficit va asociada a la idea de un doble flujo: el de entrada (input) y el de salida (output): si las salidas superan a las entradas hay déficit; por el contrario si las entradas superan a las salidas hay superávit. De esta forma se entienden los diferentes apellidos que acompañan a la palabra déficit según a lo que nos estemos refiriendo: déficit de caja o tesorería, déficit en la balanza de pagos, déficit en transacciones por operaciones corrientes...
En el caso que nos ocupa si los gastos públicos (salidas) superan a los ingresos públicos (entradas) hablamos de déficit público.
Con un poco de sentido común es fácil deducir que si de lo que se trata es de solucionar cualquier déficit siempre hay dos opciones: aumentar las entradas o disminuir las salidas.
Si estamos hablando del déficit de la cisterna del retrete de nuestra casa, pues resulta que pierde más cantidad de agua que la que entra por la cañería, lo razonable parece ser tapar las fugas, es decir disminuir la salida, antes que aumentar la entrada de agua, aunque, en lógica estricta, también la segunda medida serviría para volver a llenar la cisterna.
Ahora bien, si tenemos un déficit porque por el grifo llega menos agua que la que necesitamos para ducharnos, ¿dejaremos de asearnos?, ¿y si llega menos de la que necesitamos para beber?¿también dejaremos de beber (y pasar a mejor vida)?
Se puede predicar lo mismo de las cuentas públicas. No se debe rechazar la medida de aumentar los ingresos, las entradas, sobretodo si estamos en un país con una economía sumergida del tamaño del 25% del P.I.B. junto con unos tributos que gravan a las clases medias, pero no a las clases altas, y que se apoyan, sustancialmente, en la imposición indirecta, esto es, aquella que grava al que come pan, con independencia de que el que come pan sea Emilio Botín o el pobre de la esquina.
Antes de recortar gastos para solucionar el déficit público tratemos de ver si podemos aumentar los ingresos: otra cosa es que a los “amos de los mercados” no les guste que toquemos sus bolsillos, no sea que empecemos por ahí y sigamos hacia arriba (o hacia abajo según se mire).
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