Es frecuente escuchar a los gregarios de la pomada neoliberal que “una cosa (empresa, acción producto...) vale lo que dice el mercado”, o que “el precio es la medida del valor de las cosas”.
Para desmontar esta falacia no se necesita ser doctor, economista, catedrático... Sólo hay que tener sentido común.
Si el mercado es el que fija el valor de las cosas... ¿qué pasa con las cosas que NO están en el mercado?¿qué pasa con los parques naturales, jardines, carreteras, bibliotecas...?¿no tienen valor?
Lo cierto es que todos estos bienes tienen valor, muchas veces un gran valor: lo que no tienen es precio. Conocer cuál es el valor de un parque es complicado, pero al menos hay tres métodos que debemos considerar:
En primer lugar podemos fijar el valor de un bien por su coste: una carretera “vale” lo que costó hacerla: movimiento de tierras, cimentación, asfalto, pintura... Este método es útil si queremos elaborar un presupuesto, si queremos saber lo que vamos a desembolsar por llevar a cabo ese proyecto.
En segundo lugar podemos también saber cuál es el valor de un bien por la cantidad de trabajo que lleva incorporado en su fabricación: una camisa no es más que la suma de unos lienzos más el trabajo del sastre y a su vez los lienzos son el resultado de añadir a unos hilos de algodón el trabajo del telar, y los hilos a su vez el algodón en bruto más el trabajo del hilador... y así sucesivamente. Este concepto de valor es muy interesante a la hora de distribuir la plusvalía obtenida en el producto entre sus factores de producción: entre el capital (el poseedor de los medios de producción) y el trabajo (el que alquila su esfuerzo personal). Pensad por un momento en unas zapatillas nike: ¿por qué se produce beneficio en su venta?¿quién debería, por tanto, apropiarse de ese beneficio?
En tercer y último lugar podemos valorar un bien que no está en el mercado (en el ejemplo, una carretera) no sólo por los costes que cuesta construirla sino también por los beneficios que produce, aún cuando no sean de carácter monetario: la facilidad de que pueda llegar al pueblo una ambulancia o un camión de refrescos, el ahorro de vidas que se produce si se incorporan mejoras de seguridad en la misma, el ahorro del tiempo de la gente que viaja a la ciudad a arreglar papeles... Para completar el modelo también habría que tener en cuenta otra serie de costes que tampoco son monetarios: se ha dividido un valle en dos, ha habido que desviar un río, la gente del pueblo tiene que soportar más ruido y contaminación...
El modelo de análisis coste-beneficio, en los proyectos públicos, atiende a estos ingresos monetarios y no monetarios y a los costes monetarios y no monetarios. Así podemos saber el valor de una inversión.
¿Y ahora pregunto? Si en ese parque (o carretera) empezáramos a cobrar la entrada o un peaje: ¿cambiaría el valor del bien? ¿sería el precio lo que determinara el valor del bien y no todo lo analizado hasta ahora? La respuesta es clara.
Por eso, los mercados sólo sirven para asignar y (mejor o peor) distribuir los bienes y servicios entre quienes los producen y quienes los quieren (y tienen para ello) y fijan los precios (más o menos) en función de oferentes y demandantes, y nada más... Por eso, en el mercado de trabajo, el “sueldo” de Cristiano Ronaldo es infinitamente mayor que el de una limpiadora, que, también, es menor que el de una invitada a programas de corazón: no quiere decir, por supuesto, que el trabajo de CR o el de AR sea de más valor que el de la señora de la limpieza (o el del Presidente del Gobierno). Simplemente el mercado les ha dado un precio distinto.
No hay más que tener un poco de sentido común para verlo: ya lo dijo Machado: “Sólo el necio confunde valor y precio”.
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