Empecé mi negocio en el 2.004: un pequeño bar en una zona residencial de una pequeña ciudad. Al principio todo iba bien: la gente venía, sobretodo antes de comer y los fines de semana, pedían tres o cuatro rondas: aquí un ribera, allá un somontano, dos riojas... En poco tiempo me hice una clientela fiel, a la que conocía por sus nombres y sus gustos.
A finales de 2.007 algo empezó a cambiar: los clientes eran los mismos pero ya no pedían riojas ni riberas... empezaron a pasarse a las cañas. Las niñas pijas dejaron de pedir caneis y lambruscos y se pasaron, progresiva pero ineludiblemente, a la clara y al corto “con mucho gas”. La caja lo notó, pero lo peor estaba por llegar.
Un año después, los clientes, “mis clientes” (pues todavía no había perdido ninguno) dejaron de pedir tres o cuatro rondas y pasaron a tomar una. En algunos casos, si venían en grupos muy grandes, a alguno no le apetecía tomar nada, o como mucho, un vaso de agua del grifo. Las cañas se volvieron cortos, pero, curiosamente, se tiraban el mismo tiempo “pegados a la barra” que cuando abrí el negocio: sólo que antes tomaban tres vinos (y de marca) y ahora sólo uno (y peleón). El bar seguía a rebosar de gente, pero la caja se hacía, día a día, más pequeña.
Pero tuve suerte: otros bares de la zona cerraron y su clientela vino al mío, aunque sus gustos eran los mismos que los de mis clientes: apalancarse con una consumición un par de horas. Había días que aquello estaba tan lleno que mucha gente no entraba porque no cabía en el local: ¡todos esos clientes que perdía!.
Entonces entró aquel tío... y va... y dice...: "¿Crisis?, ¿qué crisis? ¡Si están los bares llenos!" Y, entonces, Señoría, compréndalo, yo no quería pero... ¡tenía el cuchillo jamonero tan a mano!
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