En un país llamado Conejolandia, de pronto, se pusieron de moda las pajaritas de papel. Todo el mundo compraba y vendía pajaritas: era un negocio redondo porque, cada día que pasaba, las pajaritas subían más y más: comprabas una pajarita hoy, la vendías mañana, y ganabas cien reales: ¡sin hacer nada!. Con ese dinero podías comprar otra pajarita más cara o más cantidad de pajaritas, volverlas a vender y así hasta forrarte: todo era cuestión de tiempo.
Si no tenías dinero para comprar pajaritas no tenías que preocuparte: el banco te prestaba el dinero y también salías ganando porque, mientras que el préstamo no subía, la pajarita sí que ganaba valor: la vendías y con el precio obtenido liquidabas el préstamo y todavía te quedaba ganancia: podías hipotecarte por cien, mil, un millón de pajaritas... o por unas pajaritas de mejor papel, más caras, de colores, más bonitas... en fin, lo que quisieras: aquello era el paraíso de las pajaritas.
Enseguida la gente empezó a viajar, a comprar coches caros, yates... se aficionó al golf y a la enología, a los trajes de armani y a los calzoncillos de versace. Si no se tenía dinero para comprarlos daba igual: te lo prestaban siempre que tuvieras al menos una pajarita, porque, como siempre subían de valor, el banco estaba seguro de cobrar y tú podías seguir viviendo a todo trapo.
Las fábricas de papel echaban humo, y, ni aún así, eran capaces de fabricar tanto papel como el que hacía falta para producir tanta pajarita. Había trabajo para todos: de cortador de papel, de doblador, de pintor de ojos de pajaritas... Incluso vinieron expertos en origami desde Japón para hacer las pajaritas más bonitas que se habían visto jamás. Y mucho trabajo de currante: plegando y plegando cuartillas.
Los gobernantes de Conejolandia vieron aquello y dijeron (como Yahvé en el Génesis) que “todo era bueno”. Siguieron y siguieron alimentando el frenesí papirofléxico con sus políticas económicas.
Y un día, de repente, las pajaritas pasaron de moda: ya nadie las quería, estaban cansados de ver pajaritas, no sabían qué falta hacían tantas pajaritas... Y el precio de las pajaritas cayó en picado...
Muchos habitantes de Conejolandia se quedaron sin nada... sin nada salvo sus préstamos, que siguieron pagando religiosamente a los bancos. Aparecían continuamente pajaritas tiradas en los contenedores de basura y en las cunetas de la carretera. Las fábricas de papel empezaron, una a una, a cerrar, pues ya nadie necesitaba pliegos, folios, cuartillas... Con ello llegó el paro... La gente de Conejolandia lo empezó a pasar mal.
Y, entonces, el Gobierno tuvo una idea: no se dedicó (ni antes, ni ahora) a enseñar a sus súbditos para que se dedicaran a otras actividades, ni procesó o encarceló a los magnates (mangantes) que habían creado el negocio de las pajaritas... No, no, ¡qué va!: propuso, como solución al cierre de las fábricas de papel, que la gente dejara internet y volviera a escribir las cartas a mano.
Se ve así, querido Fabio, que cada país tiene el gobierno que se merece.
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